viernes, 28 de abril de 2017

"A cada cual su cerebro". Diálogos entre neurociencia y psicoanálisis

El pasado mes de abril tuvimos la fortuna de contar con la colaboración del psiquiatra y psicoanalista Ernesto J. Verdura Vizcaíno.

Su cuidadoso resumen del famoso libro de Ansermet y Magistretti "A cada cual su cerebro" nos permitió explorar algunos conceptos puente entre los hallazgos "duros" de la neurobiología y la escucha psicoanalítica.

El primero de ellos sería la tan mencionada "plasticidad cerebral", según la cual el individuo se revela genéticamente determinado para no estar genéticamente determinado, con el fin último de lograr la adaptabilidad al mayor número de escenarios posibles.

François Ansermet y Pierre Magistretti, autores del libro.
Esto nos llevó más tarde a profundizar en las bases neurobiológicas por las que esto sucede, encontrando en las "huellas sinápticas" un segundo concepto clave, que nos permitiría entender cómo se vincula el nivel biológico con el mundo vivencial del sujeto, animal humano atravesado por el lenguaje.

Os invitamos a escuchar el audio íntegro de la charla, que os enlazamos aquí gracias a la generosidad tanto de los asistentes como del ponente, quienes no se amedrentaron a la hora de dar rienda suelta a sus asociaciones frente a la grabadora.

Veremos si este formato resulta provechoso, en cuyo caso repetiremos.
¡Nos encantaría recibir vuestras aportaciones al debate a través de la sección de comentarios!

@JCamiloVazquez

lunes, 17 de abril de 2017

Proxima reunión: "A cada cual su cerebro". Neurociencia y Psicoanálisis

Este mes de Abril el Dr. Ernesto Verdura, psiquiatra y psicoanalista nos hablará de Neurobiología y psicoanálisis.

Vía https://experienciafreudiana.wordpress.com/
La ciencia ha demostrado cómo la plasticidad neuronal permite que la experiencia deje una huella. Las sinapsis están en constante remodelación, lo cual permite una concepción dinámica del cerebro.

Esta plasticidad sináptica es la que determina a cada cerebro, a cada individuo (su memoria, su aprendizaje…). Las huellas mnémicas son inscripciones que ya Freud predijo podían realizarse a diferentes niveles, consciente, que emerge a través de los recuerdos o inconsciente con inscripciones imposibles de evocar.


Se trata de alejarse del determinismo genético exclusivo para acercarse a la experiencia como determinante del devenir del sujeto, siendo singular y única, e involucrando aparato psíquico y cuerpo.

Esta charla-coloquio estará basada en la obra de Ansermet y Magistretti, “A Cada Cual Su Cerebro”, así como en hallazgos recientes que permiten explorar la rica relación entre neurobiología y psicoanálisis.



Se tratará de compartir un espacio de reflexión sobre el pensamiento empleando el lenguaje de las neurociencias y su enlace con el lenguaje psicoanalítico.

¿Dónde? --- Calle Magallanes Nº1, Sótano 2, local 4 (Sede AEN)
¿Cuándo? --- Jueves 27 de abril a las 16:30h

¡Os esperamos!

sábado, 1 de abril de 2017

Lo que me ocurre cuando te perdono

En el corazón del lenguaje humano siempre ha latido un conflicto soterrado. Aunque nuestra intuición indique que todo el meollo del lenguaje consiste en comunicar, en transmitir información de forma directa, varias ramas del pensamiento se ha dedicado a mostrarnos hasta qué punto nuestro lenguaje nos permite mucho más.

El pasado mes de marzo, en el GINC-CAM tuvimos el placer de acoger a Manuela Costa, máster en filosofía por la Universidad San Raffaele de Milán y doctora en ciencias cognitivas por la Universidad de Lyon. Manuela vino a compartir con nosotros un tema que ha venido estudiando extensamente durante los últimos años: qué es lo podría estar ocurriendo a nivel neurofisiológico cuando hacemos patente, a través de palabras, nuestra decisión de perdonar.

Pero antes de poder hablar de circuitos neuronales nos retrotrajo, como no podía ser de otra manera, a los griegos. Ellos fueron los primeros en advertir el diferente alcance, por ejemplo, que tienen el lenguaje oral y el escrito, pero además construyeron dos posturas intelectuales bien diferenciadas ante el lenguaje: la lógica y la retórica. Gran parte de la historia del pensamiento occidental viene marcada por esa tensa relación entre la búsqueda de la verdad entre la matriz de relaciones de las palabras (logos) y, por otro lado, la capacidad para generar cambios, merced al poder movilizador, conmovedor, que tiene escoger las palabras adecuadas para un contexto preciso (retor).

Pero no fue hasta el segundo Wittgenstein que comenzaría el abordaje filosóficamente moderno del lenguaje, inaugurando lo que se ha venido a conocer como “el giro lingüístico” de las ciencias sociales. El objeto de estudio dejaría de ser el análisis lógico (relación entre símbolos y sus objetos) para centrarse en el análisis pragmático, contemplando los usos diferentes usos que tiene cada unidad lingüística. Sería Austin el que, al acuñar el concepto “acto de habla” daría el impulso definitivo a este campo de conocimiento: la pragmática del lenguaje o, cómo hacer cosas con palabras.

Un acto de habla sería un tipo de acción que involucra el uso de la lengua natural y está sujeto a cierto número de reglas convencionales generales y/o principios pragmáticos de pertinencia.

Otra forma de decirlo sería que, muchas de las cosas que decimos buscan obtener unos resultados determinados, y para ello seguimos unas costumbres y normas implícitas que aprendemos en nuestro entorno social.

Esta definición ha permitido ir planteando diferentes sistemas de clasificación a lo largo del tiempo, así Strawson distinguía entre actos de habla convencionales (muy ligados a normas de uso, se autoverifican) y actos de habla comunicativos (implican comunicación y modificación de intenciones entre enunciador y oyente).

Bach y Harnish van un poco más allá organizar su clasificación teniendo en cuenta el estado psicológico (ellos lo llaman actitud) del enunciador. Se nos habla así de actos de habla asertivos, directivos, compromisivos, veridictivos, efectivos o reconocimientos, todo ello en función de los resultados que las palabras permitirían obtener, ya sea afirmar hechos, dar permiso a alguien, obligarse a algo, etc...

¿Qué papel ocupa el perdón en todo esto?

Muy frecuentemente a lo largo de la vida nos sentimos ofendidos, heridos por la conducta de alguien. Esto genera automáticamente una asimetría a varios niveles. Para empezar se genera un vínculo emocional entre dos personas: una siente ira o rencor, y la solemos llamar víctima. La otra puede sentir, idealmente, culpa. Lo podemos llamar desde verdugo a agresor. Víctima y agresor están ligados por las consecuencias de la ofensa, en ocasiones durante años.

Este vínculo asimétrico, además, no tiene lugar en el vacío, sino en un contexto social donde otros agentes sopesan estas señales emocionales a la hora de catalogar a las personas. Es por ello que al estatuto de víctima agraviada le reconocemos de forma intuitiva una cierta autoridad sobre la persona que realizó la ofensa, que quedaría señalada como una potencial amenaza para el orden del grupo al que pertenecen. Las víctimas, por contra, suelen suscitar compasión, lo cual tiene el efecto de congregar apoyos, en ocasiones por medio de un cierto trato de favor.

La visión tradicional del acto de habla consistente en afirmar “te perdono”, encuadra este acto de habla dentro de la categoría de los actos directivos: desde la autoridad que confiere ser víctima, es a ella a quien le corresponde decidir si pone fin a la asimetría mediante el acto de la exculpación. El perdón directivo lo que conseguiría es dar permiso a la otra persona para hacer borrón y cuenta nueva. Reanudar la relación desde la neutralidad: “yo te perdono y te libero de la culpa”.

Lo que Manuela nos vino a señalar es lo siguiente: quizás el acto de perdonar sea un híbrido, en el que coexistan un uso directivo (te doy permiso para volver a tratarme como antes) y un uso compromisivo (me comprometo a dejar de sentir rabia por lo que me hiciste).

Este segundo uso no sería banal, porque cuando uno perdona no solo el agresor queda liberado, sino que la víctima puede resultar asimismo beneficiada. El perdón como acto compromisivo, independientemente de la intención o actitud de la otra persona, podría dar pie a una serie de cambios adaptativos a nivel neurofisiológico que tendrían como consecuencia final la extinción de la rabia. 

De lo contrario, dichos patrones funcionales seguirían perpetuando el ciclo del rencor, a través de la activación recursiva de circuitos neurobiológicos orientados a la supervivencia, en los que el miedo y la ira tienen un papel capital en la formación de recuerdos de lo ocurrido, en ocasiones con presencia intrusiva de rumiaciones improductivas y a la larga lesivas para la psicología del individuo.

Según su propuesta, a través de la enunciación explícita del perdón, la persona se compromete a abandonar el papel de víctima, quizás adoptando como elemento motivador la propia esperanza de encontrarse mejor a través de este acto de habla, pero también creándose la necesidad psicológica de mantener la congruencia, reducir la disonancia cognitiva que surgiría si hiciéramos público el acto de perdonar y no nos comportásemos de tal manera.

La interesante hipótesis de Manuela, apuntalada en algunos estudios previos como éste de Clark et al, no estaría exenta de dificultades metodológicas. Por ejemplo, diferentes estudios de neuroimagen (Ricciardi et al 2013, Young & Saxe, 2009) plantean que en ocasiones no sabemos exactamente cómo evocar los sentimientos de rencor y distinguirlos de otros patrones de actividad neural. Sin embargo, este modelo permite iniciar un camino que podría llevar a la conciliación de todo el conocimiento atesorado tras años de acumulación intuitiva con unas bases empíricas que permitan entender, paso a paso qué sucede cuando nos vemos en la necesidad de perdonar.

Ilustración de Sergio Albiac.
El debate que se abrió tras la exposición fue especialmente rico. Uno de los matices que se propusieron al modelo tuvo que ver con el sesgo dicotómico, un punto flaco habitual en el estudio de los problemas humanos, siendo común el reducir los conflictos a dos posturas enfrentadas con roles contrapuestos, la díada, cuando no sólo ambos individuos se identificarían simultáneamente a sí mismas víctimas (con la seguridad de haber sido también de alguna forma verdugo), sino que desde la perspectiva sistémica hace falta incorporar un tercer elemento que nos permita superar la ilusión de la díada y entrar en la observación de dinámicas complejas. No en vano, cuando surge el agravio, resulta que somos culpables y víctimas no solo ante nosotros, sino ante todos los demás, aunque sean internalizados como código moral.

Desde el punto de vista de los clínicos nos sorprendimos al detectar puntos de encuentro nítidos entre el modelo del perdón compromisivo con varias de las herramientas terapéuticas usadas, por ejemplo en el tratamiento de las adicciones. No en vano el ejercicio del perdón (tanto solicitado como concedido) forma parte de los archifamosos “doce pasos” de Alcohólicos Anónimos. También nos preguntamos en qué formato podría resultar más eficaz un acto de habla de estas características: ¿hace falta tener frente a nosotros a la persona que nos agravió?, ¿servirá una carta, como tantas veces hemos recomendado en los casos de duelo complicado?, ¿podrá valer un ritual, al igual que en su momento se sacrificó en comunidad al “chivo expiatorio”?

El enfoque de la terapia cognitiva se presentaría como una de las formas de facilitar el proceso de perdonar. Si conseguimos resignificar el agravio, vincularlo a una red simbólica lo suficientemente diferente para resultar adaptativa, lo suficientemente similar para encajar en nuestro relato de los hechos, entonces la persona ofendida podría comenzar a salir del bucle recursivo del rencor.

Lo mismo sucedería con los fármacos mal llamados antidepresivos, que funcionan más bien como ataráxicos, distanciándonos emocionalmente de las señales de lucha jerárquica, de rivalidad, inscritas en nuestro código de especie eusocial.

"Eternal sunshine of the spotless mind"
También abordamos puntos más complejos de lo humano al reflexionar acerca de las perversiones de los sentimientos de agravio y culpa. ¿Qué ocurre cuando los agresores no desean ser perdonados?, ¿o cuando tratamos conseguir autoridad, de capitalizar apoyos, exhibiendo nuestra condición de víctimas?, ¿y cuando a las víctimas se les unen simbióticamente los justicieros, quizás beneficiándose de que el conflicto jamás se termine de resolver? La serie Westworld o la cinta infaustamente traducida como “Olvídate de mí” nos sirvieron para reflexionar acerca de la importancia de la memoria en los agravios, y del papel que a veces tiene el trauma para constituir nuestra identidad, llegando en ocasiones a prender la chispa de la revolución.

Vislumbramos la capacidad que el perdón como compromiso tenía para devolver la iniciativa, la responsabilidad, a la víctima, empoderándola hacia su nuevo estatuto de superviviente, utilizando esa autoridad que otorga el ser autores de lo que decidimos decir. También nos planteamos la necesidad de trabajar en terapia desde lo emocional, a través de la relación, siendo en ocasiones las palabras una excusa para estar juntos de otra manera.

El recuerdo de los casos más graves, nos planteó una pregunta inquietante: quizás este modelo haga justicia para agravios cotidianos pero, ¿qué ocurre con los traumas complejos, con los duelos complicados, con las heridas inscritas en nuestro cuerpo, que vuelven una y otra vez en forma de los síntomas más diversos?. ¿Hasta dónde llegan las palabras?

Quizás para sanar determinadas heridas haga falta algo que penetre más que las palabras...

¿Tal vez sea la música?


@JCamiloVazquez